El domingo
pasa lento como todos los domingos. Austero y predecible como ese viejo que se
sienta en el banco de la esquina. Apagado , in
extremis. Con el sol ignorante, encendiendo la nieve de su pelo e
hinchando las venas azules de sus manos manchadas . La piel fina y brillante de los desahuciados
de ilusiones. En la tumbona todo parece demasiado
quieto. A pocos centímetros de mis chanclas, una hilera de hormigas, mortalmente
disciplinadas cargan multitud de cosas insólitas. Bruce Willis duerme con los
ojos abiertos. Chuck Norris chapotea en un latón hasta arriba de agua. Un día
aparecieron graznando con tan poca gracia, que apenas pudimos objetar cuando
decidieron instalarse bajo el magnolio centenario. Creíamos que estaban moribundos.
Al cabo de
una hora, ellos se paseaban por todo el patio.
Olga preguntó ¿Les gustará el cocido? Ese día no sobró comida.
‘Echo de
menos las moscas’, dijo ella, tres días
más tarde. Se habían comido la basura.
A veces
tengo la impresión que se chotean de nosotros. Desde el principio, por
supuesto.
Un portazo hace temblar las paredes y sacude
la tarde, mientras las hormigas persisten en su arduo trabajo de transportar
mercancía babilónica. Nada las aparta, salvo un pisotón ocasional.
Olga viene
furiosa.
Los gorriones que toman su baño de arena
negra, alzan vuelo espantados. Y desde la torre del cableado eléctrico, nos
miran pardos y silenciosos. Yo suspiro y espero. Espero la réplica de la
torre, como una venganza anunciada…
Tose y jadea sin perderme de vista.
‘Habla de
una puñetera vez’, le digo mientras jadeo como ella. Lo hago sin darme cuenta. Los
gorriones más pardos que nunca, no pierden detalle. Allí arriba, uno al lado
del otro, saben esperar.
‘A ese amigo
tuyo, el Jesús, no lo aguanto’, con los pelos de las cejas apuntando hacia el cielo y los ojos verdes llenos de tormenta, menea la
cabeza furiosa.
_ ¡No- aguan-to- su- op-ti-mis-mo!_ vocaliza
de forma exagerada, para reforzar la frase. La tarde traquetea somnolienta y
las sombras sueñan a los pies de los viejos magnolios. El cielo se ve tan azul que parece irreal. Libre
de nubes y Chemtrails. Ahíto de sol.
El mesías ha llegado, señalo con malicia. Ella se endereza
resoplando. Jesús, desaliñado y tan alto como un árbol se acerca sin prisas. Entre
sus largos dedos sostiene una fuente de comida.
¿Vas a
endiñarle ahora? _ le azuzo dándole un codazo nada disimulado.
_Ahora no_ responde
ella_ Quiero esos spaguettis.
¿Qué
hay, qué hay? Siempre afable y
dicharachero. Olga y yo, gruñimos un saludo nada alentador.
¡Os veo, la
mar de contentos!, vocea sin perder la sonrisa, deja la fuente en la mesita sucia y se limpia
el polvo que tiene en los dedos, con el borde del bañador.
Más espabilados que nunca, los patos se
arriman a la mesa. Con osadía. Olga y su
cigarro parecen dormir. Jesús ha entrado al interior de la casa a por los
platos y cubiertos de cuando la casa aún desbordaba vida. Ahora ya no
importa nada. Reparte la comida con rapidez y precisión. Por algo es el carnicero del pueblo. Sentado en una banqueta
desvencijada, mastica con apetito.
Los patos también mastican.
Olga y yo devoramos. El sol late con
todo su poderío. Ahora todos crujimos,
pero de calor…